Los sudaneses reivindican la vuelta a un gobierno civil y democrático. La duda es si, dentro de la diversidad social, existe una voluntad y una capacidad comunes de dirigir el país.

Escrito por: Profesor. Marc Lavergne

En esta primavera de 2019, Sudán se halla sumido en un nuevo momento crucial de su historia. La crisis económica que estalló en enero de 2018 se ha agravado hasta un punto de ruptura. La ciudadanía está en las calles, en una movilización dirigida por organizaciones sindicales y políticas, herederas de una larga tradición, que han vuelto a significarse: exigen la caída del régimen y el regreso a un gobierno civil y democrático. El general Omar al Bashir, presidente de la República desde 1993, ha sido destituido por su equipo y reemplazado por un comité militar que se ha dotado de plenos poderes para los próximos dos años. El que fuera el mayor país de África (más de cinco veces Francia), con una población en el Norte de más de 40 millones de habitantes en la actualidad, lleva 30 años destacando por varios episodios dramáticos: apoyo al islamismo militante y al terrorismo internacional; intensificación de la guerra contra el Movimiento Popular de Liberación de Sudán (MPLS), fundado en mayo de 1983 por el coronel John Garang, que alcanza un acuerdo de paz en enero de 2005, seguido de la independencia de Sudán del Sur en julio de 2011; la contra-insurrección devastadora en Darfur a partir de 2003, cuya complejidad describe Gérard Prunier en su obra Darfour, un génocide ambigu (2006). Entre las nefastas guerras civiles en la periferia marginada del país, la represión de cualquier oposición política en los centros urbanos y la capital, la política asumida de subversión frente a los países vecinos y más allá, el apoyo al terrorismo internacional, Sudán ha gozado de poca paz. Richard Cockett, en Sudan, Darfur and the failure of an African State (2010), llega a calificarlo de Estado fallido. La sociedad sudanesa ha vivido una profunda transformación derivada de los amplios movimientos migratorios forzados desde las zonas de guerra o las áreas rurales deprimidas en dirección a las ciudades, de la migración de profesionales a los países del Golfo y de la juventud a Occidente, en el contexto del auge petrolero y de prosperidad relativa limitada a la capital durante la primera década de los años 2000.

La historia de un fracaso

Cabe distinguir tres fases en la evolución del país desde 1989:

* La etapa 1989-1996 es la de la aplicación de la política radical propugnada por Hasan al Turabi, fundador del Frente Nacional Islámico e instigador del golpe de Estado militar del 30 de junio de 1989: en el interior del país, represión de cualquier oposición civil y neutralización de la sociedad; guerra de exterminio de las rebeliones armadas en las regiones marginadas, del Sur y de los montes Nuba en particular, con proclamación del yihad y recurso a fuerzas adicionales mediante una política de tierra arrasada contra la población e intentos de división del movimiento del Sur, MPLS. En la escena internacional, estrategia de exportación de la revolución islámica mediante la organización de conferencias arabo-islámicas anuales y el apoyo a todos los movimientos revolucionarios islamistas, desde el Grupo Islámico Armado (GIA) argelino hasta el movimiento de Abu Sayyaf en Filipinas, pasando por la Yihad Islámica Palestina, cuyos personajes más visibles son el venezolano Carlos y el saudí Bin Laden con su organización Al Qaida, instalados en Jartum.

* La segunda etapa (de 1996 a 2011) arrancó tras el intento de asesinato del presidente egipcio Hosni Mubarak por las fuerzas de seguridad sudanesas en Addis Abeba, en 1995. Fue entonces cuando Sudán fue objeto de embargo y sanciones estadounidenses, y más tarde de la ONU en 1997. A raíz de los atentados contra las embajadas de Washington en Nairobi y Dar es Salam, en agosto de 1998 Sudán fue bombardeado por misiles estadounidenses.

Hasan al Turabi, apartado progresivamente del poder, crea un movimiento de oposición islamista, antes de acabar bajo arresto domiciliario y luego encarcelado. El general Omar al Bashir surge entonces como hombre fuerte del régimen. El inicio de la exportación de petróleo a China y Malasia calma a los dirigentes, que amasan fortunas colosales e intentan aproximarse a Occidente, con el aparato de represión social y política como único vestigio de la ideología islamista. La llegada a la Casa Blanca de George W. Bush en enero de 2001 abre una tentativa de resolución negociada de la cuestión sudanesa: alto el fuego en los montes Nuba en 2002, seguido de negociaciones con el movimiento rebelde del Sur bajo la égida de la Intergovernmental Authority on Development(IGAD). Las conversaciones logran un acuerdo de paz global, firmado en Naivasha en enero de 2005: tras un periodo provisional de seis años, Sudán del Sur elige la independencia en un referéndum celebrado en julio de 2011. Sin embargo, las negociaciones de paz y la implicación de Washington han conllevado una reivindicación similar del Sudan Liberation Movement(SLM), con base en Darfur, provincia del Oeste igualmente depauperada e ignorada por el gobierno central. La contra-insurrección desencadenada por el ejército con el apoyo de las milicias tribales, los janjawid-s, degenera en masacres y desplazamientos masivos de la población: en unos meses, dejará tras de sí 300 000 víctimas y 2,5 millones de desplazados. En 2003 se produce un éxodo humanitario sin precedentes a escala mundial, pero no tendrá efectos en la resolución del conflicto ni en la suerte de las víctimas.

* La tercera fase, que arranca en 2011, está marcada por la rápida degradación de las relaciones con Sudán del Sur, debido al reparto de los ingresos del crudo, al haber perdido el Norte 4/5 de la producción, con los que se queda el Sur. La prosperidad relativa adquirida durante la primera década de los 2000, concentrada en la capital, se esfuma, máxime al ensañarse la crisis de 2008 con Sudán, que ahora vive al ritmo del Golfo. Es entonces cuando el gobierno se abre al capital chino, inaugura una política de inversiones hidroagrícolas, desarrolla una industria de armamento y trata de acercarse a los vecinos, manejando a la vez la subversión –de Somalia a República Centroafricana– y la mediación en conflictos como la guerra civil en Sudán del Sur a partir de diciembre de 2013. El régimen se libra de las revueltas de las primaveras árabes, pero en 2013 debe hacer frente a una protesta de la juventud de la capital, que aplasta con brutalidad. Agotados sus recursos, en 2017 rompe relaciones con Irán y se suma a la coalición saudí contra el movimiento de los hutis en Yemen. En octubre de ese año, Washington retira las sanciones que pesan sobre el país desde hace 20 años. El régimen intenta aprovechar su apoyo a los esfuerzos de la Unión Europea por detener el flujo de migrantes que abandonan el país para irse a Europa, cruzando Egipto o Libia. El descubrimiento de los yacimientos de oro en varios puntos del país, de las montañas del mar Rojo a Darfur, no basta para cubrir las pérdidas derivadas del descenso en los ingresos petroleros. El régimen, con el beneplácito de China y Rusia, mantiene a la vez buenas relaciones con Hamás, Catar y Turquía. Pero con esta política ambivalente no puede restablecer sus finanzas, y el país se hunde en una crisis económica que provoca la caída del presidente, sacrificado por el ejército para mantenerse en el poder.

La prueba de fuego

La situación actual es aún muy volátil e incierta: la relegación del presidente no logra ocultar la negativa a responder a las aspiraciones de la población. Esta, sin embargo, dirigida por movimientos políticos y sociales agrupados en una coalición, no se resigna a ver frustradas sus esperanzas. En el pulso que han entablado, ¿qué tiene cada bando a su favor?

* El ejército sudanés,un gigante con los pies de barro Se diría que el ejército sudanés es potente; dotado de unos 150.000 hombres, parece curtido por 20 años de guerra en el Sur, de 1983 a 2003. Lo cierto es que su profesionalidad se vio mermada por la preeminencia concedida a la ideología, así como por la corrupción y el mercantilismo de sus jefes. Tampoco ha logrado aniquilar la rebelión del MPLS en el Sur, ni tan siquiera los movimientos insurgentes de Darfur, de los montes Nuba ni de Nilo Azul. Las tropas, a menudo procedentes de las regiones más pobres del país, están poco motivadas y cuesta movilizarlas contra sus tierras de origen. Así que el poder ha recurrido a milicias tribales, secundadas por la aviación (bombarderos Antonov y helicópteros de combate). No atacan más que a civiles y evitan medirse con las fuerzas rebeldes, más motivadas y mejores conocedoras del terreno.

* El National Intelligence and Security Service (NISS), la Gestapo del Estado profundo

El aparato de seguridad está dominado por el NISS, verdadera columna vertebral del régimen que controla al conjunto de la población. Está estrechamente vinculado a la CIA y a los servicios de inteligencia occidentales, a los que suministra desde 2001 todos los datos de que dispone sobre los movimientos terroristas islamistas, del Sahel a Afganistán. Su responsable, Salah Gosh, aspirante a suceder a Omar al Bashir, se había visto relegado y posteriormente encarcelado, para regresar a primera fila hace un año. Es bien recibido en Estados Unidos y en Europa, adonde viaja con frecuencia para coordinar su actividad con la de sus homólogos occidentales y perseguir a los opositores al régimen. Tal vez el Comité Militar lo aisló solo como maniobra de distracción, o en un intento de despachar a un contrincante peligroso.

Retos antiguos y nuevos actores

* Saqueos y prebendas

Ejército y servicios de inteligencia acaparan el 80% del presupuesto nacional: se calcula que 70.000 millones de dólares en ingresos petroleros se han evaporado sin dejar rastro en 20 años. Los privilegios concedidos a los altos dignatarios son variados: prestaciones en especie como coches, alojamiento, viajes al extranjero y, sobre todo, tráficos ilícitos (impuestos a migrantes y pasadores de fronteras, buscadores de oro, etc.), asignación de amplias fincas agrícolas y participación en el complejo militar-industrial. Sudán se ha hecho con una prospera industria armamentista, cuyos productos (armas ligeras, vehículos blindados y hasta aeronaves con licencia) triunfan en las ferias internacionales. Las fortunas adquiridas de este modo se depositan en los bancos occidentales o se invierten en el sector inmobiliario dubaití, malasio o chino.

* Una sociedad que se urbaniza deprisa

En un contexto de apertura económica al capital extranjero procedente de China, de los países del Golfo y de Turquía, ha surgido una clase media urbana dedicada al comercio y a los servicios. La misma clase, instruida y abierta al exterior, que hoy sale a la calle y que ha visto irse a pique sus ingresos con la crisis económica estatal. Esta clase media se había conformado con el régimen, que le había concedido algo similar a una liberalización política y cultural, a pesar de las restricciones de que son objeto en especial las mujeres. Y es que la sociedad sudanesa ha cambiado mucho en 30 años de dictadura, y las redes sociales le permiten acceder al mundo, más cercano gracias a la emigración al Golfo o a Europa.

* …para una oferta política anticuada

En el ámbito político, esta sociedad urbanizada prevalece sobre las fuerzas que antaño estructuraban a la población en torno a partidos y movimientos populares anclados en las zonas rurales. Estos ya no son capaces de responder a las nuevas aspiraciones de la juventud. La representatividad de esas fuerzas tradicionales, conservadoras o progresistas, ya no inspira confianza, al no haberse convocado elecciones libres en tres décadas. La presencia entre los manifestantes y las víctimas de jóvenes tachados de comunistas, baaziatas, nasseristas o nacionalistas árabes plantea un interrogante: ¿cuál es hoy su público? ¿cuál es su reflexión sobre el futuro del país? Como corolario, cabe preguntarse qué partidos y orientaciones políticas pueden surgir del movimiento actual, si es que este está llamado a continuar.

* Los nuevos actores de la movilización social

Una primera respuesta llega de la mano de las formas que adquiere la dirección del movimiento de protesta. La oposición se ha agrupado en colectivos de perfiles variables, camino de entablar negociaciones con el régimen: es el caso concreto de Sudán Call, que reúne a los movimientos rebeldes armados de las regiones de la periferia, por un lado, y a los partidos denominados tradicionales de pueblos y zonas rurales del Sudán “central”, por el otro. El acercamiento de estos dos grupos siempre se ha visto obstaculizado por el recelo mutuo: los representantes de los pueblos marginados periféricos desconfían, debido al desprecio que les han mostrado las elites del Sudán “central”. Sospechan que estas buscan pactar con el poder, al que las vinculan lazos tribales, familiares o de camaradería. Pero estos dos grupos están divididos en su seno, siendo aún frágil su unión bajo la bandera contraria al régimen.

Los rebeldes armados están divididos por razones regionales o ideológicas, y el MPLS-Norte, que pretende acercar la lucha armada y la oposición civil, sin perder la esperanza de una reunificación de Sudán, choca con grupos hostiles a cualquier negociación con Jartum.

En cuanto a la oposición civil, el abanico de las fuerzas tradicionales sigue ahí, con movimientos islámicos conservadores y partidos progresistas que cuentan con el apoyo de la juventud estudiantil y de los sindicatos obreros. Sin embargo, no se conoce con certeza el apoyo real de los partidos nacidos del régimen islamista: el Congreso Nacional, que domina la Asamblea Nacional, es una formación de notables que se han beneficiado del régimen; el Congreso Nacional Popular, por su parte, es una escisión que persigue mantener la agenda inicial de la Revolución para la Salvación Nacional de Hasan al Turabi, con el fin de ampliar la base étnica y social del poder, más allá de las tribus de cultura arabo musulmana del valle del Nilo.

Han pervivido formaciones sindicales autónomas, que forman el motor del movimiento de protesta, según una tradición consolidada. Estos sindicatos, que congregan a profesionales liberales y a titulados, dotan de competencia y legitimidad al movimiento popular. Conservan su capacidad de organización en la clandestinidad, y son la fuente de un programa de gobierno basado en tecnócratas destinados a recuperar el país durante un periodo de transición.

A Sudán no le faltan profesionales políticos de calidad, con unas jóvenes generaciones cuya madurez política desafía el manto de terror a que han estado sometidas. La pregunta es si la diversidad, que durante tanto tiempo ha dividido a la sociedad sudanesa en grupos diferenciados, se ha diluido lo suficiente en la modernidad para que puedan emerger una voluntad y de su capacidad comunes de tomar las riendas del destino país.

Enlace de la fuente principal publicada en la revista internacional “Afkar / Ideas”, Barcelona: https://www.iemed.org/observatori/arees-danalisi/arxius-adjunts/afkar/afkar59/14Marc%20Lavergneesp.pdf

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